Las vidas que no he vivido sólo puedo imaginarlas. La vida
que viví y vivo es la siguiente.
Ella era una niña con el pelo largo y rizado, indomable. Una
niña que sólo sabía jugar con su hermano y que a la hora del patio se sentía un
bicho raro. No porque las niñas con las que no quería jugar le dijeran que lo
era, sino porque esos juegos la aburrían y, ya entonces, había decidido que no
merecía vivir una vida aburrida.
A menudo, por la calle, miraba hacia el cielo y empezaba a
hacerse preguntas. Preguntas que la llenaban de vacío, que nublaban su vista.
Un abismo de incertidumbre que le resultaba tan terrorífico como atractivo.
¿Qué es todo esto? ¿De dónde ha salido la vida? ¿Qué es la vida? ¿Qué somos? La
atrocidad de las preguntas no era sino el principio, pues cada vez que se
rendía intentando conocer las respuestas era un fracaso y un triunfo. En esta
nube de incertezas se adentraba, mientras seguía mirando al cielo sin darse
cuenta de que podía ser observada. Su madre seguramente se preguntaba a sí
misma hasta qué punto le había afectado la quimio a la niña.
Los años le dieron la oportunidad de conocerse, y en ello
empleó su tiempo y su energía, permaneciendo tan gris y en silencio que no
encajaba fuera de sí misma. Sin embargo, gracias a eso pudo empezar a fijarse
en las demás personas, en cómo actuaban, qué decían, en qué situaciones… Ya
entonces empezó a sospechar que la mayoría seguían un patrón, y le gustaba
intentar adentrarse en cada una de ellas, podía saber cómo iban a reaccionar
por los pequeños detalles y eso le resultaba fascinante. Pero dejó de
preguntarse cosas y de mirar al cielo.
A una edad tan temprana seguía creyendo en las cosas absurdas
que le habían contado y, si bien sus deseos eran puros y nunca hubo maldad en
sus intenciones, la llama de su espíritu empezó a empequeñecerse en su
interior. Los miedos que de pequeña nunca había sentido empezaron a calar en su
mente.
Y llegó ese momento en que los jóvenes creen ser adultos
cuando aún están más cerca de ser niños, y de ella empezó a brotar la rabia por
las vendas que habían estado poniéndole sobre los ojos durante su niñez, por todas
las verdades que la vida le había susurrado al oído y que ella había ignorado.
Y, pronto, toda esa rabia se convirtió en inseguridad.
Empezó a buscar su norte entre cientos de nortes, a veces
simplemente se dejaba llevar, y traicionaba su más tierno pasado en cada paso
que daba. Fue entonces cuando empezó a odiar al sentimiento de culpabilidad,
con un odio tan crudo y helado que era imposible dejar de sentirlo.
Y desde entonces hasta ahora ha estado centrada en buscar su
propio bien, su desarrollo. Intenta retomar aquel viaje emprendido hace años;
ha vuelto a hacer de su pelo una versión indomable.
Poco a poco ha conseguido dejar atrás gran parte de aquellos
miedos, pero la inseguridad no la abandona. Un desequilibrio emocional, causado
por Dios sabe qué, atormenta muchos de sus días. A veces se encuentra llorando
y riendo a la vez, y más tarde pensando en ello se sorprende de cómo puede
haberlo hecho. Ella es débil y fuerte a la vez, a veces tan débil como para
necesitar hablar de sí misma en tercera persona, y a veces tan fuerte como para
ir cerrando heridas.
Lo único que calma su huracán interior es la sensación de
libertad, es lo único que deshace el nudo.
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