jueves, 25 de octubre de 2012


Mientras unas parejas se forman, otras se rompen. Unas buscan el abrigo en unos nuevos brazos, transportándose al delirio del romance, al torrente de emociones, singularidades y casualidades que ha de llevarlas al clímax de un grito cantado al unísono.
Y entonces otras se rompen. Y la vida llora. Y las almas de aquellos cuyos lazos se han desatado se aferran al vacío inexorable de saberse solo.
La primera reacción está en la chica que llora en su habitación como una niña asustada; en los planes de futuro que nunca se cumplirán, que ahora no son más que bocetos en una libreta sobre la que ha caído el café. Irrecuperables. Inservibles. Inacabados.
La segunda reacción se esconde en el agujero al que van a parar todos los pensamientos de esa chica que lloraba. En las palabras de consuelo ahora indescifrables. En la vida que gira y que ahora carece de sentido.
La tercera reacción viene después, acompañada de momentos estelares en que la sensación de absurdo es inexistente, en que la crueldad de haber perdido lo que más se quiere va formando costra.

Con el tiempo, la recuperación es ineludible. La herida deja paso a la cicatriz. La ruptura pasa a ser una más de la lista de fracasos que tu vida ha acumulado. Con más tiempo aprendes a considerar también los recuerdos buenos y a poner en uso la balanza que decidirá qué se queda en ti, la consolación del momento en que creíste ser feliz o la amargura de aquello que perdiste.