Mientras unas parejas se forman,
otras se rompen. Unas buscan el abrigo en unos nuevos brazos, transportándose
al delirio del romance, al torrente de emociones, singularidades y casualidades
que ha de llevarlas al clímax de un grito cantado al unísono.
Y entonces otras se rompen. Y la
vida llora. Y las almas de aquellos cuyos lazos se han desatado se aferran al
vacío inexorable de saberse solo.
La primera reacción está en la
chica que llora en su habitación como una niña asustada; en los planes de
futuro que nunca se cumplirán, que ahora no son más que bocetos en una libreta
sobre la que ha caído el café. Irrecuperables. Inservibles. Inacabados.
La segunda reacción se esconde en
el agujero al que van a parar todos los pensamientos de esa chica que lloraba.
En las palabras de consuelo ahora indescifrables. En la vida que gira y que
ahora carece de sentido.
La tercera reacción viene
después, acompañada de momentos estelares en que la sensación de absurdo es
inexistente, en que la crueldad de haber perdido lo que más se quiere va
formando costra.
Con el tiempo, la recuperación es
ineludible. La herida deja paso a la cicatriz. La ruptura pasa a ser una más de
la lista de fracasos que tu vida ha acumulado. Con más tiempo aprendes a
considerar también los recuerdos buenos y a poner en uso la balanza que
decidirá qué se queda en ti, la consolación del momento en que creíste ser
feliz o la amargura de aquello que perdiste.